viernes, 31 de diciembre de 2010

De Diez.

Recuerdo claramente el 31 de diciembre de 1999, el Y2K tenía a toda la gente histérica y preocupada. Un nuevo siglo, un nuevo milenio, el futuro por fin nos alcanzaba. Toda esa euforia me contagió y yo también me sentía iniciando una nueva era. Subí a la azotea de mi casa nueva para ver el último atardecer del siglo en el que conocí la luz. Seguramente fue igual al del día anterior o subsecuente. Nada parecía distinto en los primeros meses, salvo la ropa en tonos metálicos y la avalancha de negocios con nombres que terminaban en 2mil. El año siguiente, el odisiaco 2001, estaría lejano en muchos aspectos a la obra de Kubrick y resultaría más recordado por los ataques terroristas en Estados Unidos. Los primeros diez años del siglo XXI sólo nos han servido para ver morir lentamente a los pilares del siglo XX o para intentar resucitar la poca vida que le queda. Estos años han sido los del refrito, el remake y el reencuentro.

We're pretty much the same assholes with better computers and celular phones. We don't fly in our cars, we don't have metalic clothes, we still don't vacationing in mars...

Pero hoy pienso en todo lo que me sucedió en este tiempo y sí admito cierta evolución. La década en la que en 2003 terminé una licenciatura y me titulé, en la que en 2004 empecé a trabajar, en la que alcancé independencia económica engrosando las filas de oficinistas en el Distrito Federal, en la que sentimentalmente desperdicié de la forma más estúpida cuatro años -pero sé que servirán para no volver a tirar a la basura ni uno más-, en la que me convertí en tía de tres primores (2001, 2005, 2009), en la que abandoné muchos miedos que me fueron inculcados o que yo misma cimenté durante toda mi vida, la década en la que al final conocí el amor. La década en la que me convertí en adulta, una a la que aún le hace falta madurar, si es que tal cosa es posible. Los rituales de año nuevo los encuentro idiotas, pero a mí sí me ha funcionado proclamar metas: si uno dice en voz alta un objetivo está más obligado a cumplirlo.

Quiero decir, sin rastro de presunción en mis palabras, que 2010 fue el mejor año de mi vida y el primero en el que cumplo todos los propósitos que me hice aquellos últimos días de 2009. Quisiera volver a vivir cada uno de sus días y todo lo bueno que dejaron en mí, volver a platicar con toda la gente que conocí, y recuperar a los amigos que perdí (a algunos, otros no lo eran tanto). Todo está tan pretérito hoy. Extraño todas las ocasiones fugaces y me duelen las circunstancias rotas. Este año, el último de los diez, condensó todo lo que no había experimentado en los demás. Odio que termine, como odio que finalice todo aquello que es bueno, pero si la racha ha sido benéfica, y cada año es mejor, ansío prepararme para lo que me espera en 2011 aunque de momento sólo alcanzo a divisar que tendré que estudiar mucho (además del francés tengo que aprender portugués) y trabajar con mayor dedicación. Cada vez empleo más aquella frase que escuché de López Obrador cuando lo entrevisté en el lejano 2002 y luego volviera a oir de labios de Scarlet Johanson en una película de Woody Allen de 2008: "Tal vez no sé que es lo que quiero, pero lo que sí sé es lo que NO quiero".

Este es sólo un post barato de fin de año, redactado al aventón y sólo 'por no dejar'.

sábado, 25 de diciembre de 2010

A Dios.

No fue hasta una edad relativamente temprana (ocho años) que me enteré que el nacimiento de Cristo no había sido un venticinco de diciembre, sino que se había adoptado tal fecha por conveniencia: coincidía con el solsticio de invierno y un número importante de fiestas 'paganas'.

Sin embargo el cuento de la Navidad me parecía hermoso. El arquetipo del Dios que se hace hombre me fascina, y mucho más lo que lo haga en condiciones paupérrimas, como la mayoría de las personas del mundo, lejos de los lujos y el poder. Que hubiera sido en una noche fría y sin refugio. Que los astros lo señalaran. Que los sabios lo adoraran.

Nací en una familia católica y casi toda mi vida lo fui. Niña demasiado enfermiza, la anhelada salud pareció provenir de manos de un homeópata que también era sacerdote y cuyo consultorio -siempre rebosante de pacientes- estaba en un edificio mamón de la avenida de Baja California. No sé si me curé porque mis padres dejaron de cuidarme tanto al confiar en semejante ángel de bata blanca o porque de alguna manera a mis ocho años la fe aún era tan poderosa en mí que logré convencerme de que algo místico tenía lugar cuando visitaba a ese doctor y de la misma manera mi sistema inmunológico lo reflejaba. O simplemente crecí y me volví más fuerte. Mis padres sin embargo siguen creyendo que fue Dios mismo a través de las manos de ese hombre quien me mandó la ansiada salud, sí, a mí y no a otra niña mas agonizante y con menos recursos, sí, a mí por sobre todas las niñitas de ocho años que murieron en aquellos días en hospitales, sí, Dios mismo me salvó a mí. La última vez que vi a ese sacerdote, mi madre le contaba orgullosamente que estaba cercana a hacer la primera comunión y era el evento que me tenía en un hito desde hace meses, que era la mejor estudiante del catecismo, que no pensaba en otra cosa que no fuera el bendito día en que comiera el cuerpo de Cristo. Y no mentía. Pero la mañana de aquel ocho de diciembre cuando íbamos hacia la Iglesia de la Sagrada Familia, algo que nunca se me había ocurrido comenzó a concebirse en mi infantil cabezota "¿Y si Dios no existe?". No era necesariamente una casualidad, por esos días en la escuela el maestro Carlos nos había hablado del Bing Bang (obviamente fuera de todo programa de estudios de la SEP), sembrando para siempre el vértigo que continuamente me asombra: el de todo aquello que la ciencia no ha logrado descifrar. Así que hice mi primera comunión muy asustada y llena de dudas.

Vértigo, eso es lo que sentía frecuentemente y por eso me aferraba a las durísimas sogas de la religión. El único consuelo que encontré a la fría objetividad de la ciencia fue el cristianismo. A enfrentar el hecho de que todos vamos a morir y estamos consientes de ello, que no existe nada para evitarlo. Que el paisaje celestial poco tiene de divino. Que tal vez poco tenemos de especiales o planeados.

Mi alejamiento de la religión católica fue provocado por los mismos practicantes. Es difícil distinguir si lo que hacen es por miedo o por deseo de colocarse en un escalafón moral más alto, uno desde el cual puedan criticar sin miramientos a todos los demás. Escalón más alto = más cerca de Dios = mi vida es mejor y todo lo bueno que me sucede es prueba de su amor por mí, criatura elegida entre millones. No es extraño encontrar a gente rica y bien educada en las filas de la Iglesia, estar con Dios parece darles luz verde para actuar incluso de manera mezquina ya que "los caminos del señor son misteriosos", a la vez que creerse bendecidos por la fuerza suprema los inviste aún de más poder. Y cuando uno se cree invencible en efecto resulta más fácil serlo. Como la frase que me inspiró el imbécil de Diego Fernández de Cevallos cuando proclamó luego de su liberación "Estoy bien y fuerte gracias a Dios":

No entiendo qué le hace pensar a los religiosos que son los consentidos de Dios. Si ése Dios es el que existe, yo no quiero saber de él.

Bajo tal aserción Dios no debe querer tanto a otros miles que perecen en secuestros, y ni que decir de las millones de tragedias que ocurren diario en el mundo a creyentes, agnósticos y ateos por igual.

El otro extremo, el de los pobres, me causa muchísima más rabia. Ser religiosos los sumerge en la ignominia y el conformismo de que en la otra vida sí serán recompensados. Ni falta hace ahondar en este apartado que todos conocemos y odiamos.

Entonces, la mayoría de los ateos que conozco provienen de la saludable clase media. La denostada clase media, la 'no me gusta admitir que pertenezco a ella' clase media. El recinto de la congruencia humana.

Platico con mi sobrina de nueve años y me pregunta si no estoy emocionada porque hoy es noche buena y llega Santa Clós. Para mí dejar de creer en Dios es comparable al día en que descubrí juguetes escondidos en casa comprendiendo que lo que todos decían en la escuela era cierto, que ni Santa Clós ni los Reyes eran reales. Esos juguetes caros sí afectaban el bolsillo familiar, los niños ricos no importando lo mal que se porten tendrán mejores regalos, la ecuación contraria sigue siendo la de los pobres. No hay unos vigías celestiales que me quieren y se preocupan por mi comportamiento, no hay premios ni castigos, sólo el amor de las personas que me trajeron al mundo y se angustian por seguir montando el show que me quita el sueño el veinticuatro de diciembre y el cinco de enero, que me hace escribir hermosas cartas decoradas y suplicantes, que me mantiene con la esperanza de que lo bueno que hago será recompensado con aquello que tanto deseo. Esa ilusión que los adultos les obsequiamos a los niños es un cinturón de seguridad para no arrojarlos al vacío de la injusta vida humana, pero también es un regalo para nosotros mismos y nuestra realidad carente de fantasía. Desearía todavía tener alguna. Ser ateo es un poco triste, era más fácil achacarle, pedirle, confiarle, suplicarle, tenerle fe a alguien más que no soy yo y mis reducidas capacidades de adulta contemporánea de principios del siglo XXI.


Jesús,

Quisiera decir que te extraño, pero no es así. Ya no te imagino como un consuelo o confesor. El mundo que deseabas es una utopía que me gustaría ver realizada. Pero ése es el problema de las utopías, su irrealización y aparentemente la tuya se volvió el opuesto, una especie de distopía bastante concreta. Sé que es tan probable como improbable tu existencia. Que de haber tenido lugar, tu biografía ha sido más manoseada que la constitución mexicana y que la Iglesia que fundaste tiene más de que avergonzarse que de enorgullecerse, asquerosa partida de asesinos y estafadores que nada tienen que ver con los pasajes más lúcidos de los evangelios que inspiraste. Esas parábolas sí las guardo en mi memoria con cariño y son enseñanzas de vida que intento reproducir pero sin afanes compensatorios (sino, qué chiste). La Navidad ya no es lo mismo desde que dejé de creer en ti, soy un poco menos feliz pero creo ser más fuerte. Y sensata.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El eco de escribir

Yo estaba en Cancún cuando Vargas Llosa recibió el Nobel y dictó ese discurso que cimbró los ánimos y almas de los latinoamericanos y hasta de los que no lo son. En mi caso no fue a través del video al escuchar la voz temblorosa y quebrada del literato que mis ojos consiguieron inundarse, no necesité oirle ni verle para que esas perras negras (como Cortázar llamaba a las palabras en Rayuela) que encontré en la pantalla de mi computadora apalearan benévolamente mi de por sí emocional ser. Si pudiera resumir en una oración el sentido del discurso de Vargas Llosa sería con esta: Escribir es crear. Estoy convencida de que si existe una manera de mover una montaña es con un libro aunque las leyes de la física y la religión dicten lo contrario. Las grandes revoluciones han germinado entre sus páginas mientras eran recorridas por los hombres que las llevarían a cabo.

Sin embargo escribir también es encontrar, encontrar en otros las penas por las que has pasado, encontrar en otros las sensaciones felices de momentos perdidos, encontrar en otros los mismos pensamientos forjados en distintas latitudes y épocas. A mí me parece difícil pensar en un escritor que no haya recurrido al menos una vez a situaciones autobiográficas cuando construye un relato, si bien tal vez no las experimentó en carne propia (qué aterradora es la expresión "en carne propia", la escribo y pienso en heridas y sangre, vaya usted a saber por qué) pero al menos tiene conocimiento de primera mano de los hechos. Cuando platico con amigos escritores algo en mis adentros se asusta al notar cierto interés en detalles de mis corredurías, imagino entre honrada, horrorizada y sin mucha modestia, que hallaré en un párrafo cualquiera de un cuento o una novela un pedazo de mí.

Es entonces cuando pienso en el lugar en el que yo realizo este ridículo ensayo de escritura personal. Pero al analizar el crecimiento y contenidos de las redes sociales me he llevado penosas conclusiones. Recuerdo la noche de verano, unos días después del cumpleaños de Nuria, cuando (--Omitamos su nombre para que no lo trolleen--) expresó furiosas críticas hacia el contenido y la razón de ser de un blog. ¿Por qué todos necesitamos escribir? ¿Por qué todos creen que lo que escriben es importante? ¿De qué sirve generar tantas palabras que no dicen nada? ¿A alguien le importa lo que está en la mente de un idiota? La bulimia del social network que le llamamos. Tanto lo deglutes con atracones de información, tanto lo vomitas sin nutrirte.

Yo no creo que la razón de redactar las más insulsas anécdotas o detalles, que en efecto a pocos podrían interesar y que sólo traen al mundo más gasto de bits, tenga en todos los casos su orígen en la búsqueda de relevancia. Las quejas y berrinches que escupimos en redes sociales son por primera vez en la historia de la humanidad (no imagino una época donde esa cantidad de personas escribiera) la muestra, digamos tangible, de lo necesitados que estamos de encontrar un eco. No es sobresalir, es encontrar. Si no hubiera lectores a esas fanfarronadas, dudo que se expresaran tan seguido y con tal estruendo. Ese deseo de expresión tiene como fin encontrar el eco de tu ser en otro.

Eso a lo que llamo “Eco” poco tiene que ver con el mito griego de la ninfa enamorada de Narciso. El eco es, como yo quisiera entenderlo, ese suceso que suele ser épico y en el que podemos escuchar provenientes de otras conciencias aquellas reflexiones que nosotros mismos maquinamos y creemos exclusivas, es no sabernos solos. Nuestros gustos, opiniones, emociones. ¿No es acaso el material con el que se construyen la amistad y el amor? la empatía, la concordancia de gustos, la atracción de caracteres. Tal vez la razón por la que nos sentimos solos aún cuando estamos rodeados de personas si con ninguna encontramos ese eco, tal vez el motivo por el que un escritor o cualquiera que realice la tarea de crear estando completamente solo no se siente así, pensar y crear son las hazañas donde las ideas se convierten en la mejor compañía.

La única manera de sopesar la soledad es al crear. A los psicólogos les gusta llamarla “Terapia ocupacional” pero es bien sabido que a mí me gustan los términos más poéticos. Me alegra pensar que no todo el que escribe lo hace con afán de presunción y soberbia intelectual. Me conmueve el hecho de saber que existen seres que no buscan un premio o el éxito rotundo, buscan al otro. Escribir te vuelve mejor persona y si para eso debemos tolerar –y soportar- la existencia de basuras monumentales en espacios similares a este (un mucho de lo que he escrito aquí está cercano a tal trivialidad bobalicona), bienvenida sea tal participación. Prefiero imaginar a un imbécil e-s-c-r-i-b-i-e-n-d-o tonterías en un blog que viendo la televisión. Es una pena que otras plataformas más escuetas estén ganándole terreno a ésta.

Seguramente, porque no puedo pensarlo de otra manera, la vida tiene mucho que ver con dejar trascendencia en el mundo, alterarlo. De niña me imaginaba rodeada de una fama surgida a raíz de quien sabe qué, pero obtenida por lograr portentosas transformaciones a la sociedad. Hoy sé que no tendrán lugar, admito mi insignificancia –casi- sin tristeza, pero sé a la vez que hay otras maneras de trascender, no de la forma pública y laureada sino una más personal, específica y hermosa:

-Saberte alguien efímero y cuya existencia no parece haber conseguido grandes logros no debería ser motivo de frustración, querido humano. Por el contrario, saberte alguien que persistirá en la memoria de otros y cuya existencia afectó con pocos esfuerzos pero de una forma maravillosa y contundente la vida de alguien más es el verídico éxito y el logro del que deberías sentirte más orgulloso.-

Alterando profundamente la vida de otra persona.
It's not been surrounded, it's to find.
Á toi.