Sin embargo el cuento de la Navidad me parecía hermoso. El arquetipo del Dios que se hace hombre me fascina, y mucho más lo que lo haga en condiciones paupérrimas, como la mayoría de las personas del mundo, lejos de los lujos y el poder. Que hubiera sido en una noche fría y sin refugio. Que los astros lo señalaran. Que los sabios lo adoraran.
Nací en una familia católica y casi toda mi vida lo fui. Niña demasiado enfermiza, la anhelada salud pareció provenir de manos de un homeópata que también era sacerdote y cuyo consultorio -siempre rebosante de pacientes- estaba en un edificio mamón de la avenida de Baja California. No sé si me curé porque mis padres dejaron de cuidarme tanto al confiar en semejante ángel de bata blanca o porque de alguna manera a mis ocho años la fe aún era tan poderosa en mí que logré convencerme de que algo místico tenía lugar cuando visitaba a ese doctor y de la misma manera mi sistema inmunológico lo reflejaba. O simplemente crecí y me volví más fuerte. Mis padres sin embargo siguen creyendo que fue Dios mismo a través de las manos de ese hombre quien me mandó la ansiada salud, sí, a mí y no a otra niña mas agonizante y con menos recursos, sí, a mí por sobre todas las niñitas de ocho años que murieron en aquellos días en hospitales, sí, Dios mismo me salvó a mí. La última vez que vi a ese sacerdote, mi madre le contaba orgullosamente que estaba cercana a hacer la primera comunión y era el evento que me tenía en un hito desde hace meses, que era la mejor estudiante del catecismo, que no pensaba en otra cosa que no fuera el bendito día en que comiera el cuerpo de Cristo. Y no mentía. Pero la mañana de aquel ocho de diciembre cuando íbamos hacia la Iglesia de la Sagrada Familia, algo que nunca se me había ocurrido comenzó a concebirse en mi infantil cabezota "¿Y si Dios no existe?". No era necesariamente una casualidad, por esos días en la escuela el maestro Carlos nos había hablado del Bing Bang (obviamente fuera de todo programa de estudios de la SEP), sembrando para siempre el vértigo que continuamente me asombra: el de todo aquello que la ciencia no ha logrado descifrar. Así que hice mi primera comunión muy asustada y llena de dudas.
Vértigo, eso es lo que sentía frecuentemente y por eso me aferraba a las durísimas sogas de la religión. El único consuelo que encontré a la fría objetividad de la ciencia fue el cristianismo. A enfrentar el hecho de que todos vamos a morir y estamos consientes de ello, que no existe nada para evitarlo. Que el paisaje celestial poco tiene de divino. Que tal vez poco tenemos de especiales o planeados.
Mi alejamiento de la religión católica fue provocado por los mismos practicantes. Es difícil distinguir si lo que hacen es por miedo o por deseo de colocarse en un escalafón moral más alto, uno desde el cual puedan criticar sin miramientos a todos los demás. Escalón más alto = más cerca de Dios = mi vida es mejor y todo lo bueno que me sucede es prueba de su amor por mí, criatura elegida entre millones. No es extraño encontrar a gente rica y bien educada en las filas de la Iglesia, estar con Dios parece darles luz verde para actuar incluso de manera mezquina ya que "los caminos del señor son misteriosos", a la vez que creerse bendecidos por la fuerza suprema los inviste aún de más poder. Y cuando uno se cree invencible en efecto resulta más fácil serlo. Como la frase que me inspiró el imbécil de Diego Fernández de Cevallos cuando proclamó luego de su liberación "Estoy bien y fuerte gracias a Dios":
No entiendo qué le hace pensar a los religiosos que son los consentidos de Dios. Si ése Dios es el que existe, yo no quiero saber de él.
Bajo tal aserción Dios no debe querer tanto a otros miles que perecen en secuestros, y ni que decir de las millones de tragedias que ocurren diario en el mundo a creyentes, agnósticos y ateos por igual.
El otro extremo, el de los pobres, me causa muchísima más rabia. Ser religiosos los sumerge en la ignominia y el conformismo de que en la otra vida sí serán recompensados. Ni falta hace ahondar en este apartado que todos conocemos y odiamos.
Entonces, la mayoría de los ateos que conozco provienen de la saludable clase media. La denostada clase media, la 'no me gusta admitir que pertenezco a ella' clase media. El recinto de la congruencia humana.
Platico con mi sobrina de nueve años y me pregunta si no estoy emocionada porque hoy es noche buena y llega Santa Clós. Para mí dejar de creer en Dios es comparable al día en que descubrí juguetes escondidos en casa comprendiendo que lo que todos decían en la escuela era cierto, que ni Santa Clós ni los Reyes eran reales. Esos juguetes caros sí afectaban el bolsillo familiar, los niños ricos no importando lo mal que se porten tendrán mejores regalos, la ecuación contraria sigue siendo la de los pobres. No hay unos vigías celestiales que me quieren y se preocupan por mi comportamiento, no hay premios ni castigos, sólo el amor de las personas que me trajeron al mundo y se angustian por seguir montando el show que me quita el sueño el veinticuatro de diciembre y el cinco de enero, que me hace escribir hermosas cartas decoradas y suplicantes, que me mantiene con la esperanza de que lo bueno que hago será recompensado con aquello que tanto deseo. Esa ilusión que los adultos les obsequiamos a los niños es un cinturón de seguridad para no arrojarlos al vacío de la injusta vida humana, pero también es un regalo para nosotros mismos y nuestra realidad carente de fantasía. Desearía todavía tener alguna. Ser ateo es un poco triste, era más fácil achacarle, pedirle, confiarle, suplicarle, tenerle fe a alguien más que no soy yo y mis reducidas capacidades de adulta contemporánea de principios del siglo XXI.